De nuevo, un año más, el verano se ha despedido y vuelven las preocupaciones por el curso académico. No es que en la temporada estival no las haya. Pero son de otro tipo y más fáciles de digerir. A veces el aburrimiento de los hijos e hijas reta a los padres y madres, no acostumbrados a convivir con ellos durante tanto tiempo. A veces las expectativas creadas acerca de las vacaciones son incumplibles, sobre todo en las familias que todavía no han vuelto al nivel económico de antes de la crisis. Sin embargo, durante el verano un ambiente, generalmente respiramos más sosegados, menos tensos y sin las luchas a diario que caracterizan en ocasiones la vida durante el curso académico. Además, los padres y madres estamos más dados a «relajarnos» y a permitir a nuestros hijos e hijas comportamientos que en otros momentos del año no pasarían sin consecuencias.
En medio del relajo veraniego, «volver al cole» se convierte en el lema de volver a una vida familiar estructurada, organizada y de exigencias. Y, acaso, ahí está el quid de la cuestión, del malestar emocional que nos crea el síndrome de septiembre. A los padres y madres nos cuesta más o menos, pero nos cuesta siempre ser exigentes con nuestros hijos/as. Por muchos motivos. Comodidad no es la menos importante de ellas, nos gusta el verano, porque no hay que estar tanto detrás o encima de los hijos/as. Qué agradable para algunos poder ser al menos durante unos meses en verano «padres buenos» para sus hijos y para sus hijas. Claro está que buenos desde el punto de vista de los niños, niñas y adolescentes, que generalmente confunden la exigencia de sus padres o madres y educadores/as con la falta de amor hacia ellos/as. Y nosotros, los adultos ¿no nos dejamos a veces contagiar de este modo de ver las cosas? ¿no perdemos a veces el criterio del bien de nuestros hijos/as, comprando de ellos inconscientemente la convicción que bueno para ellos es lo que no crea conflictos?
Una de las cosas que nos pueden ayudar a superar el síndrome de septiembre es retomar conciencia sobre nuestra responsabilidad de cara a los hijos. Una de ellas es ciertamente facilitarles la posibilidad de disfrutar de la vida. Pero si no hay exigencias en esta vida, no hay crecimiento. Y nuestra primera obligación de cara a nuestros hijos y nuestras hijas es ayudarles a crecer como personas. Por tanto, no tengamos miedo a exigir a nuestros hijos ni a enfrentarnos a lo que posiblemente no les gusta, les cuesta o crea incomodidad. En el momento nos lo pagarán con resistencia, malas caras o, incluso con chantaje emocional. Ya llegarán momentos cuando nos agradecerán nuestra consecuencia.
Jürgen Hoffend
Subdirector territorial de Fundación Amigó en Cantabria