Por favor, no leas esto.
Te he dicho que no lo leas.
¿Por qué lo lees?
A pesar de que dice no leer, lo has leído.
Algo parecido pasa cuando le decimos a los niños y niñas que no hagan alguna cosa, y luego las personas adultas nos enfadamos porque han hecho aquello que hemos dicho que no hagan.
Lo siento, es un inicio un poco raro, lo sé.
“¿Cómo es posible que lo haya hecho? Si le he dicho mil veces que no lo hiciera. No entiende nada. Lo hace para enfadarme.”
Estas son algunas de las respuestas que, en padres, madres, educadores, educadoras, en toda persona que educa en general, puede generar ese tipo de conductas.
He utilizado este ejemplo para transmitir una serie de ideas relativas a la tarea de educar.
La primera es el poder que tiene la curiosidad. La curiosidad, sobre todo en edades tempranas, es enorme. La curiosidad la mayoría de las veces no entiende de miedo o de advertencias. La curiosidad es movimiento, es una fuerza que nos incita a la aventura y al descubrimiento.
Que no se me mal interprete, no quiero decir en todos los casos que se nos ocurran, ni quiero decir que siempre haya que asumir y aventurarse al descubrimiento pese a las consecuencias.
Lo que intento decir y lo que he intentado ejemplificar es que las advertencias, por sí mismas, no bastan a la hora de educar. Que la curiosidad tiene un poder enorme, frente al que, si queremos prevenir de riesgos, no vale simplemente la advertencia, debemos acompañar y hacer entender.
Otra idea que me gustaría transmitir es que la tarea de educar es muy difícil, una tarea que tenemos que hacer y que, la mayoría de las veces, nadie nos ha enseñado cómo. El único ejemplo que tenemos, casi siempre, es el que hemos vivido en nuestra propia vida como niños y niñas.
En el proceso de educar nos enfrentamos continuamente a preguntas para las que no tenemos respuestas, damos respuestas a cosas que no hemos tenido tiempo para pensar, nos enfrentamos a miedos y dudas, y queremos respuestas mágicas para todo, pero la realidad es que no existen.
Educar es también, por supuesto, alegría, orgullo, felicidad, cariño, confianza y amor.
Mi intención no es poner en una balanza ambas cosas, para nada.
La tercera idea es que, “para educar a John, hay que conocer a John”. Como he dicho, no existen varitas mágicas. Lo que sirve o ha servido con una persona no vale para otra. Cada persona es, siente y hace las cosas de una manera única.
Para educar hay que respetar la individualidad de la persona. Hay que quererla como es, hay que entenderla y hay que creer en ella y en sus posibilidades.
Hay que articular, en definitiva, herramientas, respuestas y actitudes individualizadas, aunque partan de una premisa generalistas: educar a mis hijos e hijas igual. Pero para conseguir eso, quizás, en algún momento tenga que llegar de distinta manera esa meta.
Seguido de ello, otra idea que me gustaría transmitir es la de criterio único.
Por un lado, hace referencia a que las personas que educan deben ir al unísono: no contradecirse entre sí, no desprestigiarse y asumir responsabilidades de manera equitativa.
Por otro lado, con criterio único también me refiero a las pautas educativas, las cuales tienen que estar claras y no variar en función del momento. Los niños y niñas tienen que conocerlas, saberlas y entenderlas, y estas no pueden cambiar según el momento o el día.
Para resumir las dos ideas anteriores: individualidad y criterio único, sería algo así como ser como el bambú: consistente y a la vez flexible.
Educar, por otro lado, también incluye gratificaciones y correcciones, exige un acompañamiento consciente y cercano y, sí, no nos olvidemos, incluye premios y castigos.
Los premios de los que hablo no son solo materiales, incluye, por ejemplo: una mirada, una palabra agradable, un abrazo, un “¿hoy qué te apetece que hagamos juntos?”. Los castigos, por su parte, pueden incluir: dejar un tiempo sin el juguete, sentarse en la silla, etc.
Consiste, en definitiva, en activar mecanismos y herramientas que ayuden, faciliten y hagan posible, limitando o extinguiendo, aquello que la persona que educa valora como inapropiado, perjudicial o incorrecto.
Es como el cuento de que viene el lobo. Los niños, niñas y adolescentes necesitan tener claro qué es aquello que se puede y no se puede, aquello que está bien y está mal. Pero necesitan también saber qué es aquello que se espera de ellos y ellas, de qué manera se pueden resolver y hacer las cosas, no solo deben tener claro cómo no deben hacerlo. Hay que mostrar y acompañar en la manera que debe hacerse. Deben conocer aquello que se espera de ellos y ellas para que les ayude a anticiparse, entender e interiorizar, y a actuar de manera cada vez más autónoma.
Tanto castigos como premios tienen que estar presentes. Porque la verdad es que hay chicos y chicas que prefieren ser regañados antes que ignorados. No podemos sólo relacionarnos con ellos y ellas cuando hacen las cosas mal, también debemos hacerlo y mostrar cuando lo hacen bien.
Educar, por último, es estar presente física y emocionalmente. Para los niños y niñas, las personas que los cuidan lo son todo, quieren que les presten atención, quieren jugar, quieren estar juntos, y es necesario hacerlo.
Educar implica superar la pereza y la desgana en algunos momentos, implica agacharse, mancharse y correr. Vivir esa aventura de educar y acompañar desde la cercanía, el compartir y el hacer conjunto desde el corazón.
También implica hacer entender cuándo no se puede y los motivos que hay para ello. Hacer entender que hay momentos para jugar, momentos para hablar o momentos para estar tranquilos.
Me dejo muchas cosas en el tintero, estoy seguro. Pero la verdad es que educar es una tarea inmensamente compleja e individual, pero es una tarea preciosa y llena de amor y gratificaciones.
David Almendros
Educador en la Residencia Socioeduativa Cabanyal