Escribir nunca ha sido mi fuerte, me falta poder oír la voz del lector o lectora o ver sus expresiones corporales para continuar o cambiar la forma en que estoy escribiendo. Preguntar dudas, conocer sus inquietudes y escuchar lo que me puede aportar. En definitiva, me falta la relación. De eso precisamente me gustaría hablar, de la relación entre el educador y educadora con los niños, niñas o adolescentes como base de la trasformación personal y social de los y las menores con los que trabajamos.
Para explicar este proceso partiré de una experiencia que fue para mí muy enriquecedora. Durante los primeros días de formación de una estudiante en prácticas, le pedí que me acompañase en mi intervención y a su vez le explicaba mi labor educativa. Pasada una semana, me hizo un comentario que me marcó; “me explicas una cosa, pero haces cosas diferentes”. Tenía razón, le explicaba nuestra intervención como me habían explicado a mí en mi primer día de trabajo; como se deben comportar en la mesa, como han de hacer la limpieza, la importancia del orden en el estudio, etc. Pero yo realmente estaba centrado en otras cosas; ¿para qué separa los alimentos?, ¿cómo mantenerme en relación con este adolescente durante la limpieza?, ¿qué pretende conseguir comportándose como una niña pequeña durante el estudio?
En su pregunta estaba implícita la respuesta. Ambos estábamos evaluando la situación de relación entre el menor y el educador con la seguridad de que tras las conductas visibles había “algo más”, que no estábamos explicitando. Me sorprendió el hecho de no haber compartido con ella todo el proceso, ya que este proceso de abstracción se realiza de forma conjunta y consciente y ocupa gran parte de nuestras reuniones de equipo educativo a diario.
Esta evaluación incide en dos puntos importantes; poner el foco en la parte no visible que subyace a las conductas y relacionarlo con hipótesis de trabajo realizadas previamente. Este proceso de evaluación es continuo, ya que las hipótesis que se refutan darán pie a nuevas hipótesis y las que se corroboran darán lugar a objetivos de trabajo. Estos objetivos de trabajo, compartidos con el equipo educativo y en gran parte de los casos con los propios menores, son los que guiarán nuestra intervención.
Si bien el proceso evaluativo seguirá estando presente durante todo el proceso, eso es solo una parte de la relación con los y las menores. Nuestro objetivo relacional principal es el de crear un apego seguro que puedan extender a otras relaciones significativas. Para ello, partimos de la evaluación de su patrón de apego, que nos dará pistas sobre el tipo de relación que es más beneficiosa para él o ella. Esta forma de relación, basada en la seguridad emocional, la cercanía y unos límites claros, es lo que le permitirá generar futuras competencias inter e intrapersonales que serán claves para su trasformación personal y social.
Un momento clave en la relación de los y las menores con su tutor o tutora son las situaciones de crisis. Para estos momentos hemos definido un modelo que debemos seguir de la manera más fiel posible. El modelo define seis pasos; calmar, comprender, automentalizar, empatizar, mentalizar y cocostruir. En crisis, los menores se encuentran en un estado de desorientación y alteración fisiológica y psicológica que no saben manejar y que vuelcan sobre el educador o educadora. En caso de ser capaces de llevar el proceso a cabo de una forma positiva, generamos entre el menor y nosotros un espacio relacional seguro y fiable, que permitirá crear un marco para un dialogo profundo y constructivo.
Este marco de seguridad y cercanía no solo estará presente en esa situación de crisis sino que, en el mejor de los casos, se extenderá al proceso de crecimiento, ayudándonos en la tarea de acompañar y guiar al adolescente en el esfuerzo de entrar en contacto consigo mismo, con lo más profundo y desconocido de sus vivencias. Además les ayudará a tomar mayor conciencia sobre el nexo existente entre estas vivencias y sus propias conductas, como una herramienta clave en su autogestión emocional.
Un elemento clave tanto en la evolución de los y las menores como en el tipo de relación que vamos a mantener con ellos y ellas son sus familias. Y es que en muchas ocasiones, los cambios que se producen en los y las menores son de tal profundidad que van a implicar cambios igual de profundos en sus familias, que en muchos casos no pueden o no saben llevarlos a cabo. Esto puede provocar situaciones de resistencia, de conflicto de lealtad en los y las menores (educador/a -familia) o incluso que las familias vean el proceso educativo de sus hijos e hijas como una forma de inmiscuirse en su entorno. En mi opinión, debemos tratar de implicar a las familias en el proceso de desarrollo del menor lo antes posible y que se vean como parte de vital importancia en el proceso de cambio y desarrollo positivo de sus hijos e hijas.
Para concluir me gustaría hacer una reflexión sobre el papel del educador y de la educadora. Debemos ser conscientes de que este tipo de relación educativa requiere un alto nivel de conciencia de nuestras propias lagunas y mecanismos de defensa. También de nuestra implicación personal y la importancia de controlar las respuestas a las demandas y provocaciones de los y las menores. Y por lo tanto, creo que debemos evaluar nuestra propia conducta de forma individual y con la ayuda de nuestro equipo. Este proceso supondrá una forma de crecimiento y de mejora continua, tanto del educador o educadora como del equipo en su conjunto.
Miguel González Gutiérrez. Coordinador de la Casa de los Muchachos